Colegio civil CENTRO CULTURAL UNIVERSITARIO UANL

SIEMPRE he pensado que Salvador de la Vega nació en el siglo equivocado.

Amante de la poesía simbolista y la imaginación fantástica, sus textos parecen haber sido escritos en una taberna de la Francia finisecular, en el transcurso de una noche

de juerga en la que un puñado de artistas bohemios la ha pasado hurgando entre imágenes alejadas del mundo, ideas surgidas de la embriaguez que es para ellos, como lo fue para sus congéneres de hace un siglo, otra manera de búsqueda.

 

Salvador es uno de esos escritores que aún cree que es posible vivir para la poesía,

entregarse a ella sin reservas y entonces asumir una existencia donde todo lo que sucede,

todo lo que se hace o se piensa, no es otra cosa que una experiencia poética,

una manera de llegar a la metáfora que espera arrinconada en la conciencia,

a la palabra que se oculta en algún recodo de la ciudad, en algún instante que sólo la noche

es capaz de develar.

 

En casos como el de Salvador de la Vega, la vida del poeta no puede ser desligada de sus textos, ambos son caras de la misma moneda, ambos atestiguan el riesgo de quien se lanza a vivir el instante aboliendo todas y cada una de las reglas que condicionan la convivencia social, negando las convenciones que nos llevan a una vida de confort relativo o, al menos, a establecer algún tipo de lazo con el medio que nos rodea.

 

A los poetas de finales del siglo XX no les quedó otra opción que alejarse del sistema, del medio literario, de las instituciones, de los lazos familiares:

 

“Desde hace tiempo salí a buscarme / aún no he vuelto a mí /

ya me acostumbré a estar en el otro mundo.”

 

Es precisamente desde ahí, desde esa marginalidad de quien sabe que no es este su tiempo, que no es este su mundo, que los poetas finiseculares conciben grandes proyectos artísticos; proyectos que entregan, como se entrega la vida, a un puñado de espectadores o a ninguno.

El punto es crear, soñar, abandonarse a la belleza en una entrega que los emparenta con los románticos, otros poetas de la noche que también experimentaron la decadencia de un siglo.

 

Para los poetas como Salvador de la Vega la poesía es delirio divino, fuente de sabiduría y de iluminación. El escritor deviene profeta, mensajero hermético de una certeza que jamás será descifrada del todo, pero que contiene en sí misma la verdad. En ellos, la creación recupera sus valores místicos y se transforma en un acto sagrado.

 

Los poetas nacidos en un tiempo extraño a ellos mismos son gente solitaria, gente soñadora que se va creando otros mundos habitables, otras épocas con las cuales sobrellevar el tiempo equivocado, alguna vieja manda de seguir así entregándose al instante poético que los aísla, y los abraza, y los contiene.

 

                                                                                       Dulce María González.

 

 

 

Recital en la galería El color de los sueños, Barrio Antiguo 2009.

 

Digamos que soy un actor

en el papel de poeta, y ésta ha sido

la actuación más extraña de mi vida.

                                         

                                              Salvador de la Vega

 

 

CONOZCO a pocos escritores que, como Salvador de la Vega, hacen de la vida un poema.

Y no hablo en sentido metafórico. En ocasiones pienso que Salvador es un ser de otro siglo, alguien para quien la poesía se extiende a las calles, a los bares, al vagabundeo por el mundo en busca de sabrá Dios qué misterios. Cada día tiene para él una función poética, cada rincón de la realidad es una experiencia encaminada a la escritura.

 

No es que Salvador escriba sobre la mística del creador o acerca del oculto significado del lenguaje. Lo vive en la carne, en el cuerpo. Siempre en búsqueda de eso otro que, intangible, lo aguarda entre las palabras. Lo vive con todo el dolor, la soledad, las privaciones de quien ha hecho de la poesía el sentido más pleno de su existencia.

 

Las drogas sagradas y el alcohol, los rituales, las huidas al desierto en espera de experiencias reveladoras ocupan el espacio de vida que otros, mucho menos osados, empleamos en actividades encaminadas a la supervivencia y a la abrigadora convivencia familiar.

 

Siempre he pensado que Salvador es valiente. Se necesita coraje para tomar el sueño de la adolescencia y convertirlo en realidad cruda, en perseverancia de lo imposible.

Se necesita fe para no soltar el hilito de aquel sueño inalcanzable ante el primer trancazo del mundo, ante las miles de exigencias y demandas que nos empujan a integrarnos a la sociedad mezquina que nos reclama.

 

No es que Salvador busque las grietas del sistema en su afán de libertad poética, es evidente que las encontró hace tiempo y las habita. Tampoco creo que Salvador de la Vega se fugue del mundo por medio de la poesía. La poesía no es para él un medio, sino el espacio agrietado mismo donde se mueve. Un vacío pleno de soledad en el cual el poeta, con valentía, con coraje, avanza.

 

                                                                                     Dulce María González.

 

 












 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Salvador de la Vega